En el amanecer de la memoria humana, el gran patriarca Abraham, quien contaba con dos esposas, al fin logró con su amada Sara engendrar al hijo deseado, al que llamaron Isaac.
Pocos años después, cuando Isaac era ya un adorable niño, sucedió una noche que Abraham, mientras dormía, tuvo el sueño determinante de su vida, el sueño más importante del pueblo judío, el sueño más central del cristianismo entero. Lo significativo de aquella mítica noche es que, en el sueño, Abraham oyó la indeleble y recia voz de su dios, que le habló: “Toma tu mula, Abraham, cárgala con leña y, junto con tu bienamado hijo Isaac, condúcelos al monte que te señalaré, en donde harás una hoguera en la cual montarás al pequeño, para sacrificarlo en mi nombre, para mí”, ordenó el fiero dios.
Abraham debió rascarse la cabeza. ¡Valla tarea esa que le encomendaba de sacrificar al adorado hijo! Pero ni por un instante dudó. Abraham estaba parado sobre un bastión monumental de fe, capaz de sostener por sí solo avalanchas y milenios de dudas. Tampoco le contó a su esposa Sara la razón por la que iría al monte, con el hijo de ambos, para sacrificarlo a su dios. Por supuesto ella no lo habría dejado. Más bien le habría dado con una olla en la testa y le habría gritado el más bestial grito, para acto seguido arrancarle de los brazos al pequeño.
Así que Abraham, sin tacha de sensiblería, arregló la mula, ató sobre ella todo lo que necesitaría para el holocausto, y se marchó, cargando el secreto, mudo en su tortuosa encrucijada, tras la voz de su dios invisible que retumbaba en su cabeza y le prometía una feliz vida eterna a cambio de sacrificar esta pequeña y miserable vida.
Una vez llegado al sitio por su dios señalado, Abraham se hincó de rodillas, a balbucear un rezo. Luego armó el montículo de paja, yerba seca y palos que en un momento se convertiría en hoguera. Y por último, !vaya pena¡, le pidió al hijo que se acostase sobre la leña. En absoluta soledad, atado al único lazo que podría darle sentido a su penosa vida, lazo inflexible con su dios, dios que se erigía en luz de la prometida y anhelada vida eterna y sin fin, Abraham estaba más allá de su nada envidiable existencia corporal.
Detengámonos por un instante al pie del hijo. ¿Podemos siquiera imaginar lo que el hijo debió sentipensar al saber que su padre hablaba en serio, al ver la cara desfigurada de ese enorme hombrononón amado al que ya él como hijo nunca jamás podría desacatar ni contradecir, padre aterrador, de mirada poseída? Aún así el hijo, jalado desde la voluntad del padre por un cordel invisible, acató. Lento, con temblorosos movimientos, trepó sobre el arrume de leña, para tenderse de cuerpo entero sobre los maderos, cual cachorro leal, asustado. Incapaz de cerrar los ojos, que brillaban pasmados ante el cielo impersonal, vio a su padre encima, agarrado al cuchillo, hoja de cuchillo en la enorme mano derecha alzada, temblorosa, y lo vio levantar la cabeza, su frente y su cara sudando, brotadas las venas, alzando Abraham la mirada en busca de un consuelo que, suponía, esperaba, imploraba, vendría de algún lugar más allá del azul vacío, sin nubes.
Aquí tenemos a un hombre que, trágicamente encarado a un misterio sordo, implacable, insondable, está dividido entre su hijo y su dios, hombre para quien finalmen las ideas en su cabeza pesan decididamente más que los afectos y vínculos de la propia sangre. Un hombre que para poder llevar a cabo la horrible tarea asignada durante el sueño por su dios, debió treparse a su testa, a su cabeza, negándose acceso y cerrándose al sentir del corazón.
Este es un hijo que está ya por siempre condenado a tenerle pánico a cierta mirada que logró atisbar en el rostro exhausto, aterrado de su padre. Este es el hijo que por siempre ha quedado ya en deuda con ese hombrononón loco que es el padre, como si él le hubiese salvado la vida, porque bajó y depuso el cuchillo sin causarle daño. Será por siempre el hijo sumiso, sumido en culpa, además de miedo, incapaz de apropiarse de su propia vida, vida que ha quedado atada a una lealtad indeleble con el desquiciado filicida, Titán amado y temido, héroe tan amado y temido como ese dios cuya voz sorda seguirá gimiendo y retumbando desde el fondo de los recovecos de su psique alterada.
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Josemaría Bernal
Soy Josemaría Bernal. Estudié Filósofía con énfasis en religiones comparadas, y Psicólogía en Carolina del Norte. Realicé una Maestría en Psicoterapia Transpersonal en la Tibetana Universidad de Naropa, en Boulder, Colorado.