Acorde al relato bíblico, Caín y Abel ofrecían sacrificios al dios Yahvé, un dios bastante celoso y exigente. Periódicamente, Caín ponía frutos del huerto en el rústico altar levantado al dios, y no carne, como hacía su hermano Abel. Un día Yahvé, molesto con esos pagamentos frugales, recriminó a Caín, elogiando en cambio a Abel. Dolido al no tener la bendición del dios, Caín agarró una quijada de mula y golpeó a Abel hasta matarlo.
Miremos un detalle de este golpe del destino, y ese eco suyo terrible que aún causa estragos y tragedias en nuestras sociedades.
Dice el libro Génesis que cuando Caín le ofreció frutos del campo a Yahveh, éste no vio con buenos ojos a Caín ni a su ofrenda, y expresó su decepción. En cambio sí miró favorable a Abel, que ofrendaba primogénitos de su rebaño. A mi modo de ver, sentir el rechazo paterno fue el insoportable hachazo que maquinó en el corazón de Caín la tragedia de matar a su hermano. Palpar un rechazo como ese puede ser una herida terrible, una que a mi modo de ver late viva desde hace 500 años en el alma del pueblo latinoamericano, y que se manifiesta de maneras perversas en nuestros modos sociales y urbanos, en nuestras costumbres legales y políticas. Y es una doble herida si, además del escueto desprecio paterno, ese mismo padre que da la espalda a un hermano, elogia a otro. Éste doble agravio, si no es reconocido y sanado, es lo que llamo El síndrome de Caín y se perpetuará como destino trágico.
Algo de historia. A los 1520 años, Gonzalo Jiménez de Quezada anduvo con menos de mil hombres, solo hombres, y ni doscientas cabalgaduras, desde la Caribe Santa Marta, aguas arriba por las ciénagas del río de la Magdalena, de norte a sur, hasta la sabana andina a 2.600 msnm en donde fundó a Santa Fe de Bogotá. Para no morir de hambre, los aventureros le echaban muela a raíces, lagartos y sapos y hacían sopa con sus botas y con las monturas de los caballos. En su desquiciada travesía entre pantanos y selvas en pos de El Dorado se batían con guerreros nativos. E iban dejando regado, además de tanta roja sangre, cuanto semen lograban penetrar en las indias que como frutas de paraíso encontraban al paso.
Para cuando los conquistadores ibéricos treparon monte arriba hasta donde fundaron a Santa Fe de Bogotá, sobrevivían poco menos de doscientos hombres. Cuatro de cada cinco habían muerto en el camino o desaparecido entre la manigua. Pero con todo y eso habían dejado tras de sí a centenares, miles, de prole, engendrados en mujeres indígenas cuyos nombre los ibéricos nunca supieron. Esos hijos de madres solteras ultrajadas, mestizos ya, no conocieron a los padres. Esos hijos, en lealtad a sus madres, aprendieron a odiar y a burlar a las padres; por ende, deduzco, supieron luego eludir e irrespetar a cualquier autoridad representada o impuesta por quienes habían servido de padres abusivos y abandónicos.
Al haberse criado esos hijos sin la presencia, el sudor, ni el afecto del progenitor, bajo la tutela plenipotenciaria de las madres, carecieron de la bendición paterna. Y además esas madres indígenas, con el afectado pincel de sus palabras, miradas y gestos, pintaban en el alma de los hijos, en especial de los hijos varones, sí, esculpían como feos y detestables a esos hombres de acero, pólvora y semen que habían a la fuerza impuesto su don de mando. En virtud y lealtad a la desgracia de sus madres, los hijos aprendieron de nacidos a pararse en oposición (en vez de respeto, cariño y lealtad) al padre. Esa, en breve, es, desde Méjico hasta Bolivia y Paraguay, la raíz histórica y psicosocial de nuestras relaciones de facto violentas y resentidas con el padre y por tanto con la autoridad.
Podemos rastrear las secuelas sistémicas y transgeneracionales de dicha herida. Hoy en día, en nuestra realidad social, esa terrible dinámica familiar en la cual las madres les hablan a los hijos mal de sus padres evidencia el complejo trauma que pervive y supura mal. No en vano el día de la madre es el día anual en que más homicidios se dan en Colombia. «¡Madre solo hay una! Padre puede ser cualquier desgraciado”, recuerda un refrán popular de Medellín.
¿Y dónde queda la autoridad?
Desde una psicología profunda, la autoridad y la justicia son atributos que brotan del arquetipo del padre. Recordemos que el alma humana (psique) es un mundo de mitos cargados de significado y traídos desde la nebulosa vida uterina; si bien es un espacio subjetivo, es regida por tendencias generales. Así, el niño que toma en su corazón al padre como a un rey justo y digno, a ese le será más fácil, una vez crezca, respetar a la autoridad y tratará él mismo de ser correcto, justo. Por el contrario, si en el corazón del hijo el padre representa a un truhán o a un rey caído, ese niño estará inclinado a burlar la ley y querrá salirse con la suya. A este segundo hijo el mundo le debe algo. Y él se encargará de cobrarlo.
El pésimo ejercicio que como sociedad hacemos de la autoridad y que se manifiesta en desorden, corrupción e impunidad, a mi modo de ver se ha instaurado como el eje más problemático de Latinoamérica. Y después de haber escuchado en mi clínica miles de relatos de similar desprecio por el padre, deduzco que este pésimo ejercicio se debe a la terrible relación que hemos en conjunto tenido con nuestros padres, desde que los conquistadores desembarcaron en América hasta el día de hoy. Acá, históricamente, la autoridad ha sido y aún es a groso modo corrupta, injusta, cruel, y sus efectos han causado avalanchas de sufrimiento en millones de personas. Esta realidad confirma la percepción colectiva habida del padre como rey caído, y refleja la forma torpe como éste se representa a sí mismo. Se me hace que en un torpe e inútil intento por negar ese duelo atávico, al padre España le decimos madre patria.
En base a mi experiencia clínica veo, además, que en más de la mitad de nuestros hogares las madres y abuelas por desgracia hablan mal del padre. Y los hijos oyen. En tantísimos hogares las mujeres logran, sin querer queriendo, poner el emocionar del hijo en contra del padre y, en definitiva, alejar del hogar al padre (quizás para ellas quedarse con el hijo). A fin de cuentas somos sociedades matrifocales, si bien con valores patriarcales.
Algo simbólico: A una hora en carro desde Medellín, en Santa Fe de Antioquia, parque Jorge Robledo, (conquistador que fundó esa histórica ciudad y quien representa al padre del pueblo paisa de Antioquia y el Viejo Caldas), hay una escultura de este personaje en tamaño real. Lo vemos de pié, con armadura de hierro, rodeado de dos mujeres: a la derecha, una blanca y casta, bien vestida desde el cuello hasta el piso, a la que solo se le ve la cara, lleva mangas largas terminadas en ribetes hasta las muñecas y porta una cruz a la vista en el pecho. Y a su izquierda, una indígena de tetas al aire y descalza sostiene en su mano algo. Si la leyenda en la base de la obra dice que se trata de un huso de tejer, el objeto redondo de veinte centímetros por seis de diámetro y con punta de glande parece un pene. Es un pene.
El final de Jorge Robledo lo ejecutó en 1546 su compañero de aventuras Sebastian de Belalcázar, quien fundó nada menos que a Cali, Popayán, Guayaquil y Quito. Como Robledo puso pies en un territorio considerado por Belalcázar suyo, éste lo llamó a comparecer y, en un juicio fratricida, amarró a Robledo a un poste y le echó los perros. Los Reyes Católicos simplemente exigieron más oro a Belalcázar por cometer ese desliz.
Si ésta anécdota nos recuerda a Caín y Abel, indica así mismo el tipo de relaciones fraternas a los inicios de nuestro país. Tipo de relación que hoy se perpetúa. Hoy día somos testigos de cómo los políticos de la llamada oposición (tanto cuando son de izquierda como de derecha) prefieren ayudar a que el país se derrumbe y corroa de cabo a rabo con tal de hacerle zancadilla a sus contrincantes de turno en el poder. Es la sangre y el dolor ofrecidos en el altar del dios Yahveh. Y somos testigos también de la absurda idea ahora mismo viva y coleando de un enfrentamiento armado con la hermana Venezuela, para pasmo incluso de quienes victorean esa trifulca, que aducen que Colombia tiene la bendición del padre USA. Esa sería la epítome del síndrome de Caín y Abel, made in USA, que con no comprarle más petróleo a Venezuela se encargaría de tumbar al régimen allí instaurado sin un solo disparo.
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Josemaría Bernal
Soy Josemaría Bernal. Estudié Filósofía con énfasis en religiones comparadas, y Psicólogía en Carolina del Norte. Realicé una Maestría en Psicoterapia Transpersonal en la Tibetana Universidad de Naropa, en Boulder, Colorado.