Mi iniciación enteógena con los indios Pima de la Sierra Madre en México
A mis 20 años, cuando todos mis amigos de barrio y colegio estudiaban para ejercer lo que tenían definido que harían el resto de su vida, yo me encontré por completo perdido en la escala social y desubicado respecto a mi futuro. Despues de estudiar en tres universidades y fracasar en todas, ningún tema me cautivó; bueno, excepto en la Universidad Nacional, en donde estudiaba para ser Guardabosques y, junto con un centenar de rebeldes igual de perdidos que yo, salíamos a cierta avenida enfrente a la Universidad y armábamos disturbios para ver llegar a la policía, con la que entonces entablábamos un desesperado combate juvenil: si nosotros gozábamos arrojándoles furiosas piedras e insultos, ellos venían a por nosotros cual manada de tortugas ninja garrote en mano disparando rabiosas balas de salva y gas lacrimógeno. Si bien huíamos despavoridos, los tombos, como les decíamos, siempre lograban agarrar a una docena de tirapiedras y, tras darles unos garrotazos, montarlos esposados a un camión en rumbo a la cárcel. Así pues, la Universidad entraba en paro, cerradas las aulas un mes.
Nada de eso tenía sentido para mí.
Entonces, sumergido en esa crisis existencial, vendí mi bicicleta, armé un morral y, habiendo leído los libros de Carlos Castañeda y Herman Hesse, salí en pos de un camino con corazón, cual Siddharta, Demian o Golmundo.
«Una locura», dijo mi padre al despedirnos.
Corría el año 1980 cuando el viento me llevó a la Sierra Madre de México, en busca de los maratónicos Tarahumara que suben y bajan laderas del Cañon del Cobre trotando empeyotados.
Nunca los encontré. Sí me topé, en la misma región árida y montañosa del norte de Chiuahua, con la aldea de unos indios Pima, quienes sin saberlo oficiarían mi iniciación dionisíaca, la que me ofreció una maravillosa y refrescante percepción de la vida, de lo habido y por haber y de lo divino.
El que creí que sería mi último amanecer con los Pima tras cinco días allí, durmiendo en mi sleeping en el piso de tierra de la única aula de la escuela de tablas del cacerío, y luego de que ellos negaran todo acerca del peyote, tras el cual yo andaba, entonces, cabizbajo, al acostarme en la noche decidí dejar la aldea al siguiente día.
Pero, ¡oh sorpresa¡, un joven pima me llamó antes de amanecer: «Venga gachupín, vamos».
Asomaba la primera luz del día cuando me levanté como un rayo a seguir a cinco indígenas por una senda de gruesa arena rocosa en la alta montaña, con nopales y chamizos esparcidos por ahí. Al rato de andar, con el sol ardiendo al horizonte, en una pequeña hondonada detuvieron ellos sus pasos.
«Van a llamar al peyote», sopló el joven que me había invitado.
Por supuesto no entendí. ¿Cómo así?, lo miro interrogante, mas su oído está ya con los otros y no me escucha. Mis husmeantes ojos de lince, tan leales que me han sido, ven solo arena amarilla, piedras rojizas y cielo azul, nada más. ¿Cómo así entonces que llamarán al peyote, acaso es éste un animal que puede acudir a nosotros volando o corriendo como si nos estuviese esperando? Se me hace, impaciente, que botamos tiempo.
Dicho y hecho, dos indígenas se dan al ejercício de entonar cantos para invocar la presencia del peyote, que para ellos, supe después, más que una planta es un espíritu. ¿Lo harán aparecer ante nosotros? ¡Qué interesantes sabedores de misterios éstos indios¡ Sin embargo yo, incrédulo, adentro mío insisto que allí no hay ningún peyote, el cual he visto en fotos.
Sin embargo, tras un breve lapso, el joven me señala el primer cacto que asoma a la vista: es un peyote, sí. ¡Oh maravilla, gratísimo enigma! Asoma, verdeazul opaco, unos cinco centímetro de alto y del mismo grosor, semienterrado, con pequeñas espinas, sucio y camuflado entre las piedras. Me impresiona pensar que parece tímido. Poco después puedo palpar, como si hubiesen surgido de la nada, una variedad de tímidos botones expuestos. ¿De dónde salen, seducidos acaso por el canto en lengua? Un momento antes no había ni uno y ahora están todo alrededor. ¿Cómo carajo es que funciona ésta realidad, con espíritus escondidos no más a pedir de boca?
Sin poder creer lo que estoy viendo y sin explicación alguna, me alegro tanto por la misteriosa aparición mágica del espíritu encarnado del peyote, como por poder al fin vivir la tan deseada experiencia.
A la media hora de iniciado el canto nos encontramos sentados todos en el suelo pedroso, en reverente silencio. Rodeamos, atentos, al indio mayor, que luego de cortar uno por uno más de dos docenas de botones, ahora sostiene entre sus arrugadas manotas el sombrero repleto de ellos, como en un plato. Por medio de darse voz va musitando, concentrado cual hierofante sagrado, lo que imagino que debe ser un rezo o un canto sagrado, y al terminar pone el sombrero en el piso, para agarrar solo uno de los peyotes. Es hábil al pelar la corteza espinosa del botón, y luego la de otro, y otro más, los que nos va pasando. Yo me encargo de masticar, como veo a ellos hacer, cada fibroso peyote que me dan, de la textura de una caña de azucar o de una yuca muy seca. Y en total engullo cinco amargos botones antes de echar a andar, sin afán, y sin pausa, en fila india por riscos de montaña, yo de último, siempre con un cielo azul enorme encima de nosotros. Sigo, como la cola de un perro sigue a la cabeza, a estos hombres a quienes no les sé ni los nombres pero que van siendo mis guías en esto de encarnar espíritus, en esto de abrirnos las puertas a otras dimensiones paralelas para entrar a presenciarlas.
Al cabo de un rato una intensa energía empieza a treparse y circula por todo mi cuerpo y mis sentidos se agudizan como nunca antes. Siento que el pelo en mi cabeza está parado de punta en su intento por remontar al cielo. En ese estado de atención plena en que me encuentro, muy vivaz, sin temor alguno y en completa paz, lo que antes se me hacía como el mundo afuera, se me hace ahora que es una extención de la mente. Mas, ¿es el mundo una extensión de la mente o soy yo más bien la extensión? ¿Acaso somos el mundo y yo diferentes, o somos manifestaciones de la misma mente, cual espejo de dos caras? ¿Seré una gota del océano cósmico, una chispa del fuego divino, de su misma esencia?
No pienso. Mejor vuelvo al cuerpo y los sentidos. Siento un suave soplo de viento que roza mi cara y mis brazos con delicia; admiro los nopales siendo testigos mudos, inamovibles, de ésta realidad aparte; óigo y veo los gruñidos y aleteos de las urracas mientras van, azules, rojizos, de una roca a un cacto, para rebotar hacia otra roca, y cómo ese batir de alas y de chillidos agudos producen, también, olas que viajan en el aire y chocan en mí y en los cactos y las rocas. En las montañas advierto a inmemoriales ancianos cuyos huesos disecados al sol tienen alta fuerza, paciencia, coraje, dolor; quizás la energía y sangre de los antíguos abuelos, congelada en quién sabe cuánto tiempo, ha logrado impregnar las altivas montañas. Más sutil aún, éstas pinceladas de naturaleza, árida y fuerte, denotan una sofisticada bondad esparcida en el tejido vasto, infinito del espacio.
Se revela que todo pende de hilos invisibles; cada cosa va ligada a una miríada de otras, como una tela de araña en la que cada una de las fibras se urde y conecta con el tejido completo. La presencia de un chamiso, de una persona, una piedra, permea con su impronta a sus vecinos, aún si lo ignoramos. De tal modo los seres, animados e inanimados, estamos unidos y nos afectamos más de lo que alcanzamos a darnos cuenta. ¡No, garrafal error! Todo, piedras, montañas, arroyos, aquí, allá y por doquier, late animado de fuerza vital y es, para sí mismo, el inequívoco centro de ésta espléndida y caleidoscópica vida. Extiendo un brazo y abro la palma de la mano en la que sostengo el mismísimo Cosmos entero, luego llevo esa mano al centro de mi pecho y cierro los ojos.
En realidad el espacio es el vestido del Gran Espíritu, que asume el ropaje de cada ser particular, de cada roca y nopal, y que es, a la vez, el vacío del que todo brota y al que vuelve todo. En cada centímetro de espacio asoma esa Presencia que ama a las hormigas, a las urracas, los nopales, misma que ama a estos indios y que, vestida de cielo azul y de montaña roja, me ama también a mí. Cada ser es un fractal, un espejo, a retazos, del entorno, y nada está suelto, tal como si un espejo gigante se hubiese caído, !La Caída otra vez¡, y roto en mil pedazos y cada trozo, por pequeño que sea, refleja la totalidad. Yo mismo pude haber sido, no quien ahora sueño que soy, sino una de esas extrañas urracas de plumaje negro y de cortos vuelos y que, por azar, ahora se me hacen tan cercanas.
Ciertamente la unidad de las cosas evidencia amor. Hiero al mundo al dividirlo con la percepción sesgada. El pensamiento, esta gran obra maestra de la humanidad que nos pasó Prometeo y por la que fue tan duramente castigado por Zeus, es a menudo un cuchillo tajante. La Caida resultó de una mala idea. Pero la mala idea no fué de Eva, también dura e injustamente castigada por un Yahvé celoso que disgustó de la idea, según él mismo dijo, de que nos hiciésemos con los dioses, Eva que solo comió el hongo mágico que da apertura a las puertas de la duda y del conocimiento. Aunque bien, ya enhorabuena me levanto yo de mi propia caída, para de nuevo trenzarme a la unidad. Om Tao, omni todo.
En esta vida, el otro lado del negro embudo de cualquiera de los millones de hoyos negros que nos acechan puede ser el Big Bang de algún otro universo. Así lo pienso, y puede ser, pues nada se crea ni se destruye, tan solo se transforma. Debe ser que el Gran Espíritu, en su inagotable y omnigenerosa mente corazón, sueña Todo-cuanto-es como la extensión de su cuerpo omnímodo. Y yo, en su sueño, me sé no solo. Pero en mi versión subjetiva me fastidio, lucho y me pierdo en islas de lacrimosa penuria y confusión. Es ahí entonces cuando la oración «No yo, solo tú señor» comienza a brotar, dulce, y trae consigo venturosas lágrimas que ruedan por mis mejillas. Al cantar y celebrar la vida, me canto y me celebro.
Siento una inmensa dicha al caminar, y un altísimo nivel de energía vital al respirar. He andado valles y crestas de la agreste y yerma Sierra Madre como si empujado desde abajo por la montaña, como si alas invisibles me ayudasen a flotar liviano, como si este cielo azul me hiciese más liviano y me permitiese levitar, al menos un poco. La maravilla de habitar este cuerpo que respira por sí solo, en medio de esta cornucopia de vida que me da todo sin exigir nada, es gozo por la mera consciencia de ser. Y ser sostenido, bendecido. En ningún momento he sentido cansancio ni hambre, aunque sí sed, habiendo caminado de sol a sol, siempre en silencio, ya que hoy nadie ha querido hablar, ni siquiera yo, que he sido tragado por los prodigiosos efectos sensoriales y los portentosos procesos internos vividos.
Más que alegría, es que todo se muestra transparente, de sentido óbvio en la merced de existir. Es, entendí luego, lo que los yoguis llaman sat-chit-ananda, éxtasis de la consciencia de ser. Y ahora sé que no hay ningún lugar a donde deba ir en esta vida, ni nada que deba esforzarme por comprobar ni por llegar a ser. Todo está ya dado, rebosando inefable abundancia, bienaventuranza y poder. La unidad divina, más allá o más acá de mi ilusión, se enmascara con la forma y el estilo de cada criatura, de cada ser y montaña, de cada piedra y soplo de brisa, pues lo divino parece jugar a escondido. Es el misterio tremendo, ante el que me arrodillo, pues solo por atisbos advierto y descubro su presencia, esa ofrenda y dádiva en mi mente corazón. Luego me duermo, de nuevo, para de nuevo despertar a la realidad de ser y de estar en esa Presencia buscada con ahínco.
La necesidad de orinar aterriza la filosofía. Mas en ninguna parte puedo dejar caer las gotas amarillas que harían desastres. En donde sea me paro, al mirar el suelo veo delicada vida: una laboriosa hormiga caminando, alguna brizna de yerba erguida, el gris musgo que persevera en esparcirse a su ritmo sobre la piedra que, a su vez, se me hace que palpita y respira. Una diminuta florecita amarilla se recuesta, ofrecida feliz al sol, a una roca, ¿cómo podría yo azotarla con un chorro desde las alturas? Me arrodillo, luego me acuesto bocabajo en la tierra, con los brazos abiertos a lado y lado en abrazo, y me hundo en su cuerpo hasta ser tragado por el corazón de la Madre Pachamama bendita. Entonces irrumpo en un llanto incontenible y debo, no, tengo que pedirle a la Tierra perdón. ¡Cuántos pajaritos maté¡ ¡Cuántos animalitos indefensos, incluso aquel mono asesinado a mansalva! Un llanto estertóreo me inunda y mi pecho brinca en esa postura acostado mientras mi mente corazón se limpia de un lastre que, si estaba ahí, me era desconocida. Y no es culpa lo que surge: es dolor, el dolor de encontrar el cuchillo cortante en mí.
El joven indígena se acerca y, al mirarlo, veo el rojizo rostro de Montezuma, Atahualpa, Tupac Amaru. «Camine», me dice escueto, rescatándome de comer tierra. Me levanto y sacudo la arena pegada a mi rostro.
El sol, ya manso, desescala el horizonte. ¡Qué ternura! Abriendo y cerrando los ojos, me detengo a mirar directo al astro, que pronto irá a esconderse entre dos montañas, hasta que el sol empieza a moverse y a danzar ante mis ojos. Una vibración serpentea desde abajo, sube agradable por los pies y me sacude con euforia hacia el Cosmos infinito de gloria.
Estoy atravezando una iniciación, una que abre un portal inimaginado, inequívoco, habiendo yo crecido en una sociedad apolínea que me preparó, inutilmente, en modos estóicos de ser ingeniero, administrador de empresa, ganadero o abogado, para explotar la Tierra y, tras cumplir muy estrictas condiciones, poder llegar a ser alguien. Mas esta comunión me deja ver, enhorabuena y con claridad solar, que la vida no pone ninguna condición. Más bien ellas surgen de la mente cuando está asustada, aturdida, y no logra una aceptación plena de su propio ser. La vida ama a sus hijos a priori de cuanto hagamos de ella, con ella, pero nosotros nos empecinamos en armar condiciones y proyectarlas fuera, bien sea en algún dios por encima de las nubes, o en la sociedad en conjunto.
Esa noche, al retornar a la aldea, saco mi sleeping de la escuela y me acuesto a descansar con una serena emoción de riqueza y fortuna en mi mente corazón, bajo la luminaria de estrellas, algunas de las cuales corren tímidas y raudas de luz por ese interminable cielo profundo. Y mientras la Tierra me sostiene, como siempre hace, paso una eternidad cavilando sobre la tan hermosa y excepcional vivencia, a la vez que veo el cielo caerse a pedazos de luz. En algún momento, después de que un perro solitario aúlla largo a lo lejos, me duermo.
Ahora, cuarenta años después, al mirar atrás entiendo que ese día, con los indios Pima de la Sierra Madre de Chiuahua, por vez primera comulgué una experiencia en verdad sagrada. Y fue enteógena, digo, con plantas o sustancias que ayudan a generar la vivencia de lo divino adentro. Allí encontré la que me ha servido como punta de la madeja, el Hilo de Ariadna con el cual empecé a ayudarme a desandar el complejísimo laberinto de Minotauro en el alma, esa búsqueda de lo más valioso y liberador, que por cierto inició al darme cuenta de que, al otro lado del espejo, palpita el gran misterio que valida la gracia profunda de ser, y de ser sin deuda con los dioses, más bien sabiéndome amado por esa Presencia, el Gran Espíritu.
Lúcida la experiencia que tuvo y una bella redacción.Recoje 40 años después y trasmite el resto de lo vivido y aprendido para regalar sabiduría!! Felicitaciones lo logró