De cuando nos cambiaron el hongo místico
por un placebo, la hostia.
Al volver atrás en la historia, nos encontramos con que en la Grecia Antigua las gentes profesaban diversos cultos y misterios, según sus varias deidades y también acorde al gusto de cada pueblo y cada región. Uno de los cultos más duraderos, consabidos y significativos, y más tarde muy furiosamente prohibido, fue el Misterio Eleusino, consagrado a la diosa Demeter y a su hija Perséfone.
En la mundovisión griega, Perséfone habitaba la mitad del año en la floresta y la otra mitad en el (infra) mundo de Hades, como esposa obligada de éste, que un día admiró a la doncella recogiendo flores y la raptó. Perséfone es hija de Demeter, diosa olímpica de los granos y la agricultura. Demeter, consternada al ver que su oscuro hermano Hades sometía a su amada hija, armó una bravata de tamaño olímpico y ¡empezó a hacer de los granos y las cosechas un rotundo fracaso, llevando a gente a morir de hambre! Por supuesto Zeus, que era el padre de Perséfone, aplacó el impulso de Demeter, no conmovido ni compasivo con ella o con Perséfone, sino por sí mismo, que le gustaba ser honrado en los pueblos. Así que forzó a Hades a dejar libre al menos seis meses al año a Perséfone, para que de nuevo los campos se embriagasen de flores en primavera y luego, en otoño, rebosasen granos, de modo que la gente pudiese vivir, y adorarlo a él. De no cumplir Hades el trato, Demeter actuaría otra vez su tétrica amenaza, por lo que Zeus obligó a Hades a respetar el acuerdo entre sus hermanos. Así pues, Perséfone vivía medio año entre las flores (felíz bajo el sol) y el otro medio en el inframundo (los inconscientes).
De cara al rito mismo del Misterio Eleusino, desde hace más de 3.500 y hasta hace 1.600 años, cientos, miles de peregrinos viajaban cada año a pie, a caballo, incluso hubo quienes hacían parte del trayecto en coche de bestia o barca, desde pueblos lejanos, hasta el sagrado santuario, cerca de Atenas. Volvamos el tiempo atrás, a detenernos un instante y contemplar qué ocurría en el ritual del Misterio dedicado a Demeter y Perséfone, diosa de las flores y del inframundo. El Misterio, de linea Dionisíaca, se da en otoño, al celebrar la recogida de granos y preparándose para la venidera muerte de la madre naturaleza, cuando Perséfone deja la floresta y se interna durante el invierno en el frío inframundo y la oscuridad se apodera de los campos. Celebra a la Madre renovadora, representada antaño por Isis, por Innana, Kali, Ishtar, Demeter, Perséfone. Los fieles festejan allí, además, el supremo gozo de la vida y también de la muerte, gozo de vivir plenamente, si se sabe a la vez morir a lo que se ha de morir, para romper lastres y renacer con nuevo brío, livianos, renovados. Es el ciclo vida-muerte-vida de la Gran Madre.
Soldados, viudas y artesanos, prostitutas, campesinos y nobles, filósofos e incluso emperadores hacen los pagamentos requeridos y se hayan entre los peregrinos. Honran poder sumergirse en el hermético enigma, a complacer su aterradora cita con Perséfone, no por deber o por temor a faltar, ni por darle gusto a ella, sino, y sobre todo, porque desean entrar en su sagrado cuerpo de misterios, comulgar con lo que han de encontrar y extraer sabiduría al habitar el inframundo (los inconscientes). Tras prepararse por meses, listos para la cita, los fieles van decididos a penetrar en el reino de las sombras y de la cruda realidad que subyace más allá de lo que cada quien cree saber de sí mismo, y del mundo. ¡Van dispuestos a desintegrar limites propios, romper toda autoimagen, para ser renovados en el amplio reino del espíritu! En sus corazones palpita un miedo reverente, sí, y tienen temblor, y hambre, pues están en ayunas. El ejercicio puede resultar más que difícil, aterrador. Ascender a un nivel superior de presencia extática exige salirse del punto de comodidad para superar condiciones que hasta entonces eran miedos, lastres y pesos. Puede incluso costarle al devoto su vida simbólica, social, como es morir a su mundovisión y autoimagen. (Véase a la diosa Kali del Hinduismo.)
Al llegar los fieles al santuario, quienes ejercen de hierofantes encienden antorchas, símbolo de que todo está presto para que la diosa emerja de su enigmático mundo y haga presencia, con su luz, en donde se espera: en la mente de los allí presentes. Los sacerdotes portan consigo, en éste el más significativo culto del mundo Helénico, una pócima compuesta de granos de cereales recogidos en la zona, granos que tienen ergot, un hongo que crece en el centeno y con propiedades enteógenas. Han alistado este cereal y su ergot de un modo que hoy desconocemos, y llaman a la sagrada poción kykeón.
Iniciada la liturgia ritual, de la más alta religiosidad griega, cada fiel toma una medida, ignoramos cuánta, del kykeón mágico. Y pronto, con ayuda de música para la ocasión, todos se adentran en las vivificantes aguas de la Gran Madre devoradora y a la vez regeneradora, y pierden el control de sí mismos. En el profundo rapto, ya sin ideas autoreferentes ni racionales, (es decir, los participantes están más allá de lo Apolíneo y dentro de lo Dionisíaco en sentido griego), un torrente de vida desborda la celda que limita la mente; es la prodigiosa energía indómita y salvaje de la vida misma, que rompe y trasciende cualquier idea o cálculo cotidianos. En ese estado místico no se distingue el cuerpo de la mente ya que todo cobra vida, imbuido de la misma esencia como está; incluso se dificulta diferenciar qué es uno y qué es naturaleza, pues hasta las piedras y el piso parecen dotados de respiración. ¡Mas, a pesar de que la mente no entienda, es debido entregarse! Es debido rendirse y sufrigozar el ser poseído por la fuerza salvaje de la vida antes de poder resurgir a la luz, como una serpiente que deja atrás la vieja piel. Y es que ¿dónde termina la pequeña mente personal y comienza la Gran Madre que sostiene cuanto es y de cuyo vientre nacen los seres, aunque es a la misma vez la parca muerte?
Como la mente, que en su vanidad suele posar de reina sapiente, se ve sin control y avasallada, la embriaguez catártica puede entonces asumir el rostro de locura. Mas éstos devotos, bien preparados para su experiencia profunda, se rinden, y posibilitan una locura mística, la de religarse a la unidad y palpar cierta sabiduría innata en la naturaleza, la de percibir el vacío sagrado en que la vida reposa, y al que vuelve siempre, la de disolverse en la Gran Madre vida y tener la impresión de morir, antes de renacer de nuevo. La de saber que la vida, tal y como la Tierra misma, nos sostiene, y podemos tener fe y confiar.
El contexto del culto está diseñado para eso, para que los fieles deshagan sus límites mentales, mueran a ellos, quiten el temor a la muerte, y vuelvan a nacer, con mayor espacio interior y más confianza real en la vida misma. De hecho, vivenciar al ser interior de uno mismo como vacío e insubstancial, es encarar a Pan, dios de lo salvaje, que suele desatar pánico en la mente de quienes se topan con ello. Pero quien se rinde plenamente y va más allá del pánico, sin reaccionar a su experiencia, en su comunión y entrega a la Gran Madre, resuelve toda angustia y deshace el miedo a morir. Es bendecido con el beso divino.
Ver a través de la ilusión de las ideas y dejar atrás toda autoimagen, da una valoración nueva de sí y de lo que se considera real. Se cumple el propósito del ritual: encantar el corazón en que se manifiesta la gracia y por ende se religa, aunque por un eterno instante, a la unidad. Por eso al kykeón se le denomina enteógeno, que en griego significa que genera lo divino dentro. ¡El éxtasis de participar de la unidad sagrada es inefable, incomunicable!
Estas personas, rozadas por una experiencia sublime en su ser, no necesitan creer en dioses. Quien ha experimentado la unidad y ha superado el temor a morir y se colma de mística, no basa su fe en credo alguno. Como dice Alan Watts en La sabiduría de la inseguridad, «La fe es una apertura sin reservas a la verdad, sea ésta lo que fuere. La fe carece de concepciones previas; es una zambullida en lo desconocido. La creencia se aferra, pero fe es dejarse ir.» Un poeta dijo haber visto el final y el principio de la vida y haber sabido que eran uno, algo dado por la divinidad, pues la división entre Cielo y Tierra se desvaneció y todo cuanto es se tornó en un pilar de luz.
Así escribió Pindaro sobre la bendición Eleusina: «Bendito es aquél que habiendo visto esos ritos toma el camino del submundo de la Tierra. Él conoce la finalidad de la vida tanto como su divino comienzo.
Ciceron atestiguó también el esplendor que iluminó su vida y la de Atenas: «Aunque Atenas sacó adelante numerosas cosas divinas, nunca creó nada más noble que aquellos Misterios sublimes a través de los cuales nos volvimos más gentiles y avanzamos de una vida bárbara y rústica a una más civilizada, de manera que no solo vivimos más felizmente sino que también morimos con mayor esperanza».
Oigamos el reporte de Aelius Aristides: «Eleusis es tanto la más luminoso y la más maravillosa de todas las cosas divinas que existen entre los hombres,» y agrega: «El emperador Marco Aurelio contaba los Misterios entre los regalos que manifestaban el pedido de los dioses para la humanidad».
Sabemos que los Misterios Eleusinos eran ritos de iniciación. Nacieron durante la cultura Micénica, hace unos 3.500 a 3.800 años, cuando en el mundo Hindú (tan enorme que hoy comprendería a India, Afganistan, Paquistán, Iran, Bangladesh, Nepal, Mianmar, Indonesia y Sri Lanka) los sacerdotes brahmanes daban a los fieles en comunión el Soma, al parecer el hongo amanita muscaria, para ver a sus deidades. Y el Misterio pervivió en Grecia hasta que Roma la conquistó, acompañó el apogeo del Imperio Romano, y asistió luego a su caída. Desconocemos los detalles del diseño del acto ritual en sí dado que los participantes, durante su preparación para los Misterios, se comprometían en juramento a guardar secreto. Sabemos, sí, de Platón, Aristóteles, Plutarco y Cicerón haber pasado por el rito Eleusino y tomado el sagrado kykeón que, durante dos milenios, transformó a bien la vida de miles y miles de personas y de sus culturas.
Mas los tiempos cambiaron. En el año 313 el Emperador Constantino prohibió matar cristianos; cosa noble, pues eran perseguidos entonces. Pero algo después, año 380, el Emperador Teodocio I pasó el edicto en que, por decreto, obligó a toda persona dentro del Imperio Romano a hacerse cristiana; y en el 392 prohibió cualquier culto y ritual dirigido a otra deidad. Así venció la resistencia pagana a la imposición del cristianismo. La más pavorosa y atroz pesadilla dio inicio entonces, obligado el monopolio sobre las almas. Comenzaron los cristianos, respaldados por el Imperio, a perseguir a todo el que no acatase el dictado eclesiástico. Igualmente las Olimpiadas, instituidas dos milenios atrás y celebradas con regularidad desde entonces, tal como los Misterios Eleusinos, fueron tajante y estrictamente erradicadas. Y el kykeón, que hasta ese año le permitió a la gente la gracia de vivir en carne propia el divino misterio de su ser, fue reemplazado por un placebo, el placebo más famoso del mundo, la hostia, que vino a simular a un dios que está fuera. El acceso de los fieles a la vivencia exstática directa en los Misterios Eleusinos, cesó, para pasar los pueblos a temer a un dios triste y punitivo en el que era obligación creer.
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Josemaría Bernal
Soy Josemaría Bernal. Estudié Filósofía con énfasis en religiones comparadas, y Psicólogía en Carolina del Norte. Realicé una Maestría en Psicoterapia Transpersonal en la Tibetana Universidad de Naropa, en Boulder, Colorado.