Esta historia la escuché de boca de unos camelleros de Rajastán con quienes tuve la fortuna de realizar dos días de excursión por entre caceríos del desierto que une a India con Paquistán.
El pueblo de Pushkar, en el desierto de Rajastán, está consagrado al dios Brahma. Tiene un lago en su centro, rodeado de ghats, escalas amplias a donde la gente acude a compartir, a orar y a sentarse. El primer anochecer en que estuve allí, peregrinos, renunciantes y personas locales vinieron a los ghats del lago a realizar sus pujas de gratitud y sus oraciones. Tan pronto el sol se acercó al horizonte, en despedida, con su enorme plato anaranjado ya inofensivo a los ojos, varios tambores y una campana mezclaron voces durante un rato. Luego, a medida que la oscuridad llegaba, la gente encendió velas y faroles, iluminando con simples lucecillas cada orilla del redondo lago. En seguida, a través de gargantas devotas, unos cantos y mantras dirigidos al dios levantaron vuelo. Todo aquello sonaba grato y dulce a mis oídos. Algunos devotos bajaron las escalinatas del ghat y entraron hasta las rodillas en el agua; unos más hicieron, en concentración, abluciones de purificación.
Un hombre, como de mi edad, se acercó y, cuidadoso de no molestar, me preguntó qué sabía yo de Brahma. Junto con él venía un simpático y tímido niño de diez o doce años, ambos de ojos enormes como negras lunas llenas.
Nada, no sé nada, cuénteme, por favor -respondí. Y los invité a sentarse a mi lado, allí en los ghats, entre las preciosas lucesitas y los cantos.
Brahma es infinitamente grande, tanto que es todo el espacio, sin límite alguno, sin principio ni fin. Su cuerpo se desdobla en universos, galaxias y planetas, con seres de todas las formas que puedas imaginar, incluso formas y modos de ser inimaginados, -dijo el hombre.- Esta vida es una gran danza, una obra de teatro, danza cósmica que el gran dios performa. Y en ella, como si él estuviese aburrido, o quizás para darle interés y magia a su teatro cósmico, juega a esconderse de sí mismo. Así es como, una vez convertido en humano, se olvida de que es él. Usted y yo somos Brahma dormido, se lo aseguro, caídos en un profundo sueño en el que no nos acordamos de que somos lo divino mismo en forma humana, -aseguró él: Y en este sueño en que estamos ahora, como personas, representamos papeles en el mundo, papeles de padre -dijo, dándole una caricia en la cabeza al niño- Papeles de proveedor, de amante, de hijo, de ciudadano, de ladrón o sabio, y más. Ese es el juego en el mundo. Pero el desafío máximo y supremo en esta vida es recordar quién somos en realidad. En ese juego en que nos pone Brahma no hay castigo, ni afán, pues Brahma es eterno, y no apura nada. Te puedes tomar las vidas que quieras y jugar los juegos que desees para, al final, descubrir tu divinidad, todo ello sin que Brahma nos castigue ni afane. Tú mismo te das las rutas y encarnaciones que desees vivir y explorar, así como el ritmo al que quieras ir. Los afanes y castigos ocurren en el mundo cotidiano, en la mente y en el trato entre personas, no en la realidad real, pues Brahma es libertad y amor y espacio -explicó el hombre.
Yo estaba fascinado con la conversación, de sumo interés para mí, que me gusta saber cómo piensa la gente, pero él cambió de tema: -Me llamo Jyotish, y éste es mi hijo, Ananda. ¿Viniste a Pushkar a ver la feria de camellos? -preguntó.
Así me enteré, esa primera noche en este pueblo de dios, de que al día siguiente la feria más grande de camellos de la India daba inicio. Luego Jyotish me invitó a comer a su casa, con su familia. Pero yo me negué, no sin tristeza al desperdiciar tan grata oportunidad, y le agradecí, feliz de quedarme un rato más en torno a ese dulce y alegre lago.
-Mi esposa nos espera, así que debemos irnos, -dijo, y nos despedimos.
Al siguiente día desperté con el sonido de una campanilla pequeña que, al mirar por la ventana, era movida por un renunciante de pelo hasta el piso y sentado semidesnudo ante un leño encendido. Surya, como llaman al sol, anunciaba su salida, y la cara del cielo era azul clara, azul leche. Me sentí energizado. Tomé agua, comí dos mandarinas y, luego de mi ejercicio mañanero de rutina, procedí a darme un baño. Cuando salí del hotel a la calle Surya calentaba. Encontré una cafetería donde desayuné chai, yogur y pan indio con ghi y miel.
Estaba feliz. Supe que la feria de camellos tomaba lugar entre los dos cerros tutelares, a un kilómetro de Pushkar, uno dedicado a Brahma y el otro a Saraswati, su diosa compañera. ¡Qué mejor lugar! Llené mi mochila de manzanas y salí del pueblo rumbo al cerro Saraswati en busca de camellos y camelleros.
En el camino me crucé con mujeres de coloridos vestidos largos, azules, rojos, amarillos, incluso verdes, algunas de ellas con brazaletes y tobilleras de plata, y con hombres en atuendos típicos de la región, algunos descalzos. Un grupo de cabras de estilados cuernos en tirabuzón pastaban entre los matorrales. Más adelante, varios micos comían frutas en un grupo de árboles. Un perro flaco los miraba, al parecer admirado.
En seguida aparecieron varias carpas de lona de camión puestas sobre travesaños horizontales. Frente a ellas, un grupo de hombres departía junto a tres camellos altos, dos con la crin teñida de rojo, el otro con las patas delanteras pintadas de amarillo. En los hocicos llevaban argollas de metal, de las que los animales estaban prendidos por cuerdas a estacas clavadas en el piso.
Los hombres agitaban los brazos y palmoteaban al camello de patas amarillas. Me supe atraído hacia ellos, que, tan pronto me vieron, hicieron gestos amistosos. Me acerqué saludando, mas ellos estaban ocupados en lo suyo. Desde adentro de una de las lonas un joven de unos 30 años, con un aro plateado como una moneda grande pendiendo en cada oreja, me ofrecía algo. Agaché la cabeza al entrar y, ante su gesto de invitación, me senté en el piso de arena. El joven partió una cebolla cabezona como si fuese una manzana y mordió un trozo con naturalidad. Yo le eché mano al pedazo que me ofreció, demorándome en morderlo, no, dudando de si en realidad me atrevería a comerlo. Y se me ocurrió una idea. De la mochila saqué dos manzanas, una para él y otra para mí, para suavizar el temible sabor de la cebolla. El joven me habló en su lengua, incomprensible para mí, mientras de un tarro que contenía algo blanco y espeso me sirvió un pocillo. ¡Cebolla con yogur de camello sin azúcar, nada mejor!, pensé, dándome estímulo ante la extraña dieta.
Los hombres que había visto afuera junto al camello patiamarillo entraron bajo la tienda y empezaron a comer trozos de cebolla con yogur simple como si de pan con mermelada se tratase. Hablaban acalorados y de buen ánimo en su lengua, cuando uno de ellos se dirigió a mí en inglés rústico y me explicó que sus amigos ni siquiera parlaban hindi, sino rajastani, el dialecto local. Él estaba feliz, agregó, pues había vendido el dromedario de patas amarillas, y en seguida me invitó a ver sus animales. Lo seguí dichoso. Eran bestias grandes, altas, de una sola jiba y de bocas con labios enormes y dientes que masticaban sin afán y, curiosamente, de lado. Cuando no bajaban la cabeza para comer, parecían mirar y observar el horizonte a la distancia.
¿Sabes por qué los camellos no miran a los ojos sino que miran por encima del hombro?, me preguntó el hombre. Esa idea se me hizo graciosa, por lo cierta que era, como yo acababa de atestiguar.
No, no sé nada de camellos, es primera vez en mi vida que veo uno, cuénteme, -respondí.
El hombre desató una risotada y, hablando duro, llamó a sus amigos, pues todos ellos salieron a mirarme con sus negros ojos despavilados como si yo fuese un bicho raro. ¿Usted nunca antes había visto un camello?, me preguntó él incrédulo.
!Nunca¡ ¡Jamás en mi vida!, respondí.
Ellos parlaron, extrañados, sin dejar de observarme, y rieron divertidos. El joven que me dió de comer se acercó a tomar mi mano y la puso en el cuello del animal.
Los camellos son mi vida, -tradujo el otro. No sabría vivir sin ellos, -agregó, mirándome con lástima, sin entender cómo alguien podría vivir sin camellos. Mañana te voy a llevar conmigo, montado a camello, hasta donde mi mujer, para que conozcas los tres amores de mi vida, -dijo, serio.
¿Y cuáles son sus tres amores?, -pregunté intrigado.
La noche en el desierto, los camellos y mi mujer, -aseveró él con simple orgullo.
Fue en ese momento que el angloparlante comenzó a contarme un cuento. Resulta que, antes, los camellos tenían cuernos, y los amaban, -dijo. Pero un día vinieron los venados, que no tenían cuernos, y le pidieron a los camellos que se los prestasen por un tiempo, para parecer más elegantes y así poder conquistar a las hembras. Y los camellos, que siempre han sido muy pacíficos y buena gente, hablaron entre ellos y acordaron dejar que los pobres venados sedujesen a sus hembras con los cuernos de ellos. Está bien, helos acá, -le dijeron los camellos a los venados: Pero eso sí, pasada la luna llena esperamos que nos devuelvan nuestros cuernos. Claro que sí, claro que sí, -respondieron a unísono los venados, antes de partir felices con sus nuevos y elegantes cuernos hacia donde las hembras.
Y desde ese día, -aseguró el narrador- los camellos miran al horizonte con nostalgia, tristes, a la espera de que aparezcan los venados y les devuelvan los cuernos.
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Josemaría Bernal
Soy Josemaría Bernal. Estudié Filósofía con énfasis en religiones comparadas, y Psicólogía en Carolina del Norte. Realicé una Maestría en Psicoterapia Transpersonal en la Tibetana Universidad de Naropa, en Boulder, Colorado.